Temps de canvis, potser. Ja portem més d'una setmana llegint i escoltant les pors que susciten les -per ara- previsibles majories que poden acabar governant a alguns municipis -també en algunes comunitats autònomes. Pors expressades de moltes maneres, algunes fins i tot raonables. Malgrat tot, hi ha una assegurança força sòlida per a evitar massa disfuncions: existeix una "màquina" organitzativa a les institucions que garanteix la prestació dels serveis públics amb qualitat i eficiència.
Parlar bé dels funcionaris no sé si està bé, però cal recordar-ho: què hauria estat de les escoles i els centres de salut si els professionals que hi treballen no estiguessin compromesos -más allá del deber- amb la seva condició de servidors públics?
Pensant-hi, m'ha vingut a la memòria un text de Muñoz Molina que ho explica perfectament i que subscric gairebé totalment (m'emprenyen molt les generalitzacions quan es parla de "la classe política"; són injustes!). És aquest:
El espectáculo ahora por fin visible de la corrupción no
habría llegado tan lejos si no se correspondiera con otro proceso que ha
permanecido y permanece invisible, del que casi nadie se queja y al que nadie
parece interesado en poner remedio: el descrédito y el deterioro de la función
pública; el desguace de una administración colonizada por los partidos políticos y privada de una de sus facultades
fundamentales, que es el control de oficio de la solvencia técnica y la
legalidad de las actuaciones.
Cuando se habla de función pública se piensa de
inmediato en la figura de un funcionario anticuado y ocioso, sentado detrás de
una mesa, dedicado sobre todo a urdir lo que se llama, reveladoramente, “trabas
burocráticas”. Esa caricatura la ha fomentado la clase política porque servía
muy bien a sus intereses: frente al funcionario de carrera, atornillado en su
plaza vitalicia, estaría el gestor dinámico, el político emprendedor e
idealista, la pura y sagrada voluntad popular. Si se producen abusos los
tribunales actuarán para corregirlos.
Está bien que por fin los jueces cumplan con su
tarea, y que los culpables reciban el castigo previsto por la ley. Pero un juez
es como un cirujano, que intenta remediar algo del daño ya hecho: la decencia
pública no pueden garantizarla los jueces, en la misma medida en que la salud
pública no depende de los cirujanos. Los ánimos están muy cargados, y la gente
exige, con razón, una justicia rápida y visible, pero no se puede confundir el
castigo del delito con la solución, aunque forme parte de ella. El puesto de un
corrupto encarcelado lo puede ocupar otro. El daño que causa la corrupción
puede no ser más grave que el desatado por la masiva incompetencia, por el
capricho de los iluminados o los trastornados por el vértigo de mandar. Lo que
nos hace falta es un vuelco al mismo tiempo administrativo y moral, un
fortalecimiento de la función pública y un cambio de actitudes culturales muy
arraigadas y muy dañinas, que empapan por igual casi todos los ámbitos de
nuestra vida colectiva.
El vuelco administrativo implica poner fin al
progresivo deterioro en la calidad de los servicios
públicos, en los procesos de selección y en las
condiciones del trabajo y en las garantías de integridad profesional de quienes
los ejercen. Contra los manejos de un político corrupto o los desastres de uno
incompetente la mejor defensa no son los jueces: son los empleados públicos que
están capacitados para hacer bien su trabajo y disponen de los medios para
llevarlo a cabo, que tienen garantizada su independencia y por lo tanto no han
de someterse por conveniencia o por obligación a los designios del que manda.
Desde el principio mismo de la democracia, los partidos políticos hicieron todo
lo posible por eliminar los controles administrativos que ya existían y dejar
el máximo espacio al arbitrio de las decisiones políticas. Ni siquiera hace
falta el robo para que suceda el desastre.
Que se construya un teatro de ópera para tres mil
personas en una pequeña capital o un aeropuerto sin viajeros en mitad de un
desierto no implica solo la tontería o la vanidad de un gobernante alucinado:
requiere también que no hayan funcionado los controles técnicos que aseguran la
solvencia y la racionalidad de cualquier proyecto público, y que sobre los
criterios profesionales hayan prevalecido las consignas políticas.
En cada ámbito de la administración se han
instalado vagos gestores mucho mejor pagados siempre que los funcionarios de
carrera. Obtienen sus puestos gracias al favor clientelar y ejercen, labores
más o menos explícitas de comisariado político. Pedagogos con mucha más
autoridad que los profesores; gerentes que no saben nada de música o de
medicina pero que dirigen lo mismo una sala de conciertos que un gran hospital;
directivos de confusas agencias o empresas de titularidad públicas, a veces con
nombres fantasiosos, que usurpan y privatizan sin garantías legales las
funciones propias de la administración. En un sistema así la corrupción y la
incompetencia, casi siempre aliadas, no son excepciones: forman parte del orden natural de las cosas. Lo asombroso es que
en semejantes condiciones haya tantos servidores públicos en España que siguen cumpliendo
con dedicación y eficacia admirables las tareas vitales que les corresponden:
enfermeros, médicos, profesores, policías, inspectores de Hacienda, jueces,
científicos, interventores, administradores escrupulosos del dinero de todos.
Que toda esa gente, contra viento y marea, haga
bien su trabajo, es una prueba de que las cosas pueden ir a mejor. Construir
una administración profesional, austera y eficiente es una tarea difícil, pero
no imposible. Requiere cambios en las leyes y en los hábitos de la política y
también otros más sutiles, que tienen que ver con profundas inercias de nuestra
vida pública, con esas corruptelas o corrupciones veniales que casi todos, en
grado variable, hemos aceptado o tolerado. El cambio, el vuelco principal, es
la exigencia y el reconocimiento del mérito. Una función pública de calidad es
la que atrae a las personas más capacitadas con incentivos que nunca van a ser
sobre todo económicos, pero que incluyen la certeza de una remuneración digna y
de un espacio profesional favorable al desarrollo de las capacidades
individuales y a su rendimiento social.
En España cualquier mérito, salvo el deportivo,
despierta recelo y desdén, igual que cualquier idea de servicio público o de
bien común provoca una mueca de cinismo. La derecha no admite más mérito que el
del privilegio. La izquierda no sabe o no quiere distinguir el mérito del
privilegio y cree que la ignorancia y la falta de exigencia son garantías de la
igualdad, cuando lo único que hacen es agravar las desventajas de los pobres y
asegurar que los privilegiados de nacimiento no sufren la competencia de
quienes, por falta de medios, solo pueden desarrollar sus capacidades y
ascender profesional y socialmente gracias a la palanca más igualitaria de
todas, que es una buena educación pública.
Nadie se ha beneficiado más del rechazo del mérito
y de la falta de una administración basada en él que esa morralla innumerable
que compone la parte más mediocre y parasitaria de la clase política, el
esperpento infame de los grandes corruptos y el hormiguero de los arrimados,
los colocados, los asesores, los asistentes, los chivatos, los expertos en
nada, los titulares de cargos con denominaciones gaseosas, los emboscados en
gabinetes superfluos o directamente imaginarios. Unos serán cómplices de la
corrupción y otros no, pero todos contribuyen a la atmósfera que la hace
posible y debilitan con su parasitismo el vigor de una administración cada vez
más pobre en recursos materiales y legales y por lo tanto más incapaz de
cumplir con sus obligaciones y de prevenir y atajar los abusos.
Una cultura civil muy degradada ha fomentado
durante demasiado tiempo en España el ejercicio del poder político sin
responsabilidad y la reverencia ante el brillo sin mérito. Caudillos demagogos
y corruptos han seguido gobernando con mayorías absolutas; gente zafia y
gritona que cobra por exhibir sus miserias privadas disfruta del estrellato de
la televisión; ladrones notorios se convierten en héroes o mártires con solo
agitar una bandera.
Esta es una época muy propicia a la búsqueda de
chivos expiatorios y soluciones inmediatas, espectaculares y tajantes —es
decir, milagrosas—, pero lo muy arraigado y lo muy extendido solo puede
arreglarse con una ardua determinación, con racionalidad y constancia, con las
herramientas que menos se han usado hasta ahora en nuestra vida pública: un
gran acuerdo político para despolitizar la administración y hacerla de verdad
profesional y eficiente, garantizando el acceso a ella por criterios objetivos
de mérito; y otro acuerdo más general y más difuso, pero igual de necesario,
para alentar el mérito en vez de entorpecerlo, para apreciarlo y celebrarlo
allá donde se produzca, en cualquiera de sus formas variadas, el mérito que
sostiene la plenitud vital de quien lo posee y lo ejerce y al mismo tiempo
mejora modestamente el mundo, el espacio público y común de la ciudadanía
democrática.